Era entretenido, ver a las personas prepararse para el evento. Su yo más joven hubiera encontrado grotesco el maravillarse ante una vista así; oler el entusiasmo fantasioso de las familias yendo de un lado a otro, gritándose. En realidad, seguía siendo grotesco, tan solo ya no le provocaba la visceralidad de mirar hacia otra parte o con desprecio a quienes participaban en perpetuar una tradición que le daba asco. Después de todo, eran conscientes de que esa tradición era la única salida que podrían tener ante una condición biológica que llamaban desafortunada.
Dos mujeres cruzaron corriendo la calle que se encontraba mirando desde el tejado.
Una gran incoherencia.
Las madres y tías preparaban las ropas y joyas que llevarían puestas las hijas e hijos omegas al día siguiente, porque debían ser de buen ver. Eso, y que las prendas «finas» no combinaban bien con el correr. Mientras tanto, los padres y abuelos gritaban órdenes sobre conseguir un buen alfa, lo cual no significaba «honorable», sino «rico», y para ello el buen ver no era todo. Debía de haber deportividad, probar el valor ya no solo del omega, sino de la familia que le crió, de ahí que la tradición se hiciera en un bosque, qué mejor lugar para tener obstáculos. Era lo único que quedaba demostrar cuando eras pobre y de tu seno nació un omega.
Estaba tan agradecido de no haber crecido en tal ambiente, aunque no pudiera escapar de las expectativas de vender su libertad solo por un buen vivir. Bueno, aún no.
—No eres la persona más alegre del mundo por estos días, Pavitr.
Volteó hacia atrás, topándose con Meera Jain. Le sonrió como saludo, mientras ella se acomodaba a su lado.
—¿Listo para la gran carrera de mañana?
Ese era el evento.
La gran carrera de apareamiento.
El día que prometía la salvación a los omegas de castas más bajas —como si ser omega no fuera suficiente—, o así gustaban disfrazarla. No era más que un evento para deshacerse de algo que se consideraba un estorbo por debajo humano, seres —rara vez personas— que solo servían para la sumisión y la gestación de crías que pudieran seguir un importante linaje, o ser acusados de perpetuar la pobreza. El estómago se le revolvía cada vez que recordaba esas palabras, repetidas en todas las esquinas de las calles, bien colocadas en las miradas de hambriento desprecio en la universidad. Un omega, y más un omega shudra, no debería estudiar, o si quería estudiar, que estudiara las labores que eran de suyo por mandato divino.
No él.
Y por eso es que estaba alegre. Esta carrera sería su última carrera. Jamás se subyugaría a ello, jamás se dejaría reclamar. La salida divina de la carrera no era dejarse atrapar, dejarse violar y reclamar por un alfa que después le arrojaría al calabozo que era una mansión de mármol o de barro, no: la salida divina era ganar la carrera, intacto. Sin mordida en la nuca, sin alfa a un lado, con el cuerpo y la ropa llenos de lodo y hojas secas. Con cada carrera ganada, Pavitr ganaba su libertad. No, no la ganaba. Se la arrancaba de las manos a quienes se la habían quitado nada más nacer.
Cumpliría veinticinco años después de la carrera, y sería libre. Un omega de esa edad ya no servía para nada, eso decían, un omega dalit que viviría a las anchas del gobierno, porque aunque no lo pareciera, y aunque no lo quisieran, no podían dejarlo morir. Podría obtener un doctorado, un trabajo decente, acceso a inhibidores para sus ciclos de celo que cada vez se volvían peores y, más importante, podría vivir. Simplemente vivir, al lado de su tía Maya y del recuerdo del tío Bhim.
Pavitr miró a Meera Jain. Su primera amiga, por quien sintió atracción un buen tiempo, antes de entender que era imposible. A veces seguía pensando que era increíble que ella le estuviera hablando todavía, pero le alegraba tener un confidente, alguien que entendía su dolor a pesar de no padecerlo.
—Sí, MJ. Más que listo.
Meera Jain le sonrió.
—No te dejes atrapar, Tigre.
No amaba la burocracia. Ni siquiera el sol quemándole desde el cielo veía la necesidad de las inscripciones anuales, cuando todo era —para ellos, los omegas— obligatorio. Tenían ya sus papeles, su nombre, su edad, su género, su casta. Aunque quizá esto era lo mejor, en comparación a soldados de pronto entrando a los hogares, inyectando un estimulante y luego arrastrarlos fuera, al bosque donde debían correr. No era como si la inyección se hubiera ido. De todos modos, era ridículo, incluso tenían documentado el hecho de que era un virgen y el único omega que en siete años —ocho en pocas horas— consecutivos no había sido reclamado por nadie. Por supuesto, eso era su culpa —la aceptaba sin problemas, su intención no era otra—, pero la razón que le achacaban era de mala fe. Después de todo, un alfa no podía ser incompetente. Pavitr contaba con una sola mano a aquellos que llegaron a duras penas rozarle el codo.
El reconocimiento de ser un «mal» omega le traía algo de regocijo, amaba la atención de aquellos betas —y muy pocos alfas— que encontraban su solitaria lucha una rebelión en toda regla. Por otro lado, lo odiaba. Ojalá fuera un odio hacia su enorme e inseguro ego, pero no. Odiaba la atención porque no faltaban los alfas que solo se inscribían a la carrera para «obtener el premio mayor», ese «mal omega» al cual le enseñarían «buenos modales», su «verdadero lugar», no más que una cavidad a la cual penetrar cuando entraba en celo. O cuando no.
Pavitr se apartó de la fila, firmado ya el oficio que estipulaba su participación «voluntaria» en el cínico deporte, si es que lo podía llamar así. Al menos tenía que agradecer que desde hacía ya cuatro años, las carreras se llevaban a cabo casi al atardecer. Un cambio que, claramente, no fue producto de las quejas de los omegas, sino de los alfas, sobre todo de los enfermos extranjeros que venían para conseguir a un buen «omega exótico» sin tener que mover ni un dedo. Un adorno que presumir en sus fiestas repulsivas de billonarios, seguramente.
Mientras caminaba, saboreó el aroma primero antes de siquiera sentirlo detrás suyo, musgo y pimienta negra. Desi, sin dudas. Se encontró con un alfa tras mirar por encima de su hombro, malsano interés en el brillo de esos ojos negros.
—¿Tú eres el omega que no ha sido reclamado? —bufó el alfa, con una sonrisa sardónica que lo juzgaba—. Esperaba algo mejor.
Pavitr también esperaba que alguien mejor lo interrumpiera, como un vendedor de comida, no a un janeman* que parecía la parodia andante de los «studs» de películas bollywoodenses, de esos que avanzaban conquistadores, con chalecos abiertos sin camiseta por debajo y pantalones de mezclilla ajustados. Podría rebasar a este sujeto aun si tuviera rotos todos los dedos de los pies.
—El degchi le dice negro al kadai.*
Era cierto que el que reía al último reía mejor. El único con una sonrisa completa seguía siendo Pavitr, aunque el alfa se hubiera acercado a él para levantarlo del suelo con una sola mano, sujetando el cuello de su camiseta. Si Pavitr sabía algo, era no saber cuándo callarse, aunque le costara respirar.
—Oh, hay mucha fuerza en esos brazos, yaar.*
Definitivamente no le escupió en la cara al alfa al decir eso, en lo absoluto. El alfa mostró los dientes, alzando el puño que tenía libre.
—¡Maldito omega randi*! Verás en la carrera cómo te-
Estaba acostumbrado a las amenazas sexuales —mala costumbre cuando recibía diez por día—, no a los puñetazos. Cerró los ojos por inercia y apretó los labios. Un ojo morado le haría menos atractivo, si lo pensaba bien, nadie querría un juguete magullado. El único problema era que el puñetazo estaba tardando, no podía darse el lujo de perder valiosos segundos ahí, aunque no tuviera nada más que hacer que esperar.
Abrió un ojo. El otro lo abrió la sorpresa, al ver que el único que recibió un puñetazo fue el alfa que, de hecho, ya le había soltado, para llevarse la mano a la mejilla. Oh, podía oler la ira que irradiaba del alfa, ese odio enfocado ahora con el sujeto que estaba enfrente suyo, piel negra y cabello en rastras, decolorado de amarillo a rosa. Y el sujeto habló:
—Mira —ese acento era estadounidense, un extranjero que había venido a la carrera su mejor suposición—, ya te iba a golpear, pero que lo amenazaras me hizo sentir menos pena de hacerlo.
Era un alfa, sin duda. Apenas lo estaba detectando, un olor a romero e incienso bastante fuerte, en medio de todas las personas que formaron —¿cuándo?— un círculo alrededor de ellos. No amaba este tipo de atención. Parecía que el alfa que casi lo golpeaba tampoco; después de relajar los puños se largó, empujando a un lado a la pequeña multitud que tampoco tardó en esfumarse.
El alfa que lo ayudó pasó a mirar a Pavitr, dándole una leve sonrisa.
—¿Todo bien?
—Ah, sí. —Pavitr liberó su propia tensión con un suspiro. —Gracias.
—Sin problemas, viejo. El bastardo se lo merecía.
Estaba muy de acuerdo con eso, y el acuerdo en silencio solo cedió el paso a la incómoda necesidad de tener que irse sin saber qué decir. No quería insultarle e irse sin decir nada y menos quería repetir «gracias», ya eran muchas humillaciones por un día cuando la más grande faltaba por llegar. Se pasó la mano por la nuca.
—Tengo que apurarme, así que…
Dio media vuelta, en vano. El alfa lo alcanzó en dos largos pasos, poniéndosele en frente, manos en alto que no tardó en juntar como en ruego.
—Espera, espera, espera. Yo, eh… necesito ayuda.
Pavitr enarcó una ceja.
—No tengo ni puta idea de qué debo hacer para meterme a esta —extendió una mano y la movió en círculos, señalando detrás de Pavitr—, uh, como le digan.
—¿Carrera de apareamiento?
Notó un rápido reflejo en la expresión del alfa, una mueca tras la palabra «apareamiento» y un tic en los ojos, antes de regresar a la sonrisa. Continuó hablando, y el tono de voz no había cambiado mucho:
—Sí, eso. Te vi salir de la fila, así que pensé…
O el alfa estaba realmente perdido, o era muy bueno actuando. La impotencia en su voz sonaba demasiado convincente, y, bueno, realmente no perdía nada con ayudarle. Al menos no era británico. Tal vez podía pedirle que se alejara de él durante la carrera a cambio del favor, a pesar de que la palabra de un alfa que participaba en cosas como estas no fuera de fiar, aunque fuera ignorante. Miró hacia un lado, fingiendo pensarlo, antes de responder.
—Está bien.
La sonrisa apologética pasó a ser genuina, más abierta.
—Me salvas el culo. Te debo una.
El alfa metió las manos a los bolsillos del chaleco roto y lleno de parches que llevaba puesto, como si buscara algo. Sacó un papel y lo agitó al aire. Ese era posiblemente su permiso para poder obtener una inscripción. El cupo para extranjeros era limitado, bien sabido que solo aquellos con grandes cantidades de dinero podían conseguirlo. Si Pavitr debía ser honesto, el alfa, que se colocó a su lado al comenzar a caminar de nuevo al área de inscripciones, no parecía ser alguien de dinero. Las pintas podían engañar.
—¿Tu nombre?
Pavitr miró al alfa por el rabillo del ojo, con ligera sorpresa. Quizá era una diferencia cultural con Estados Unidos, el tratar a un omega con moderado respeto.
—Pavitr.
—Yo Hobie.
El rostro de Hobie se retorció en lo que Pavitr conocía de sobra: un profundo desprecio, antes que levantarse de su lado y patear lo primero que encontró en el suelo, una piedra.
—¡Montón de mierda!
No podía estar más de acuerdo, con lo que respectaba a la carrera. La reacción de Hobie había sido más vivaz de lo que esperaba, pero no podía culparle del todo, ese mismo desprecio reprimido lo había vivido por los últimos ocho años de su vida.
—Carajo. Cómo pueden vivir así.
Pavitr siguió el curso de la piedra en el aire, hasta verla caer. Cerró los ojos por un momento y luego miró a Hobie. Sentía incluso una especie de catarsis, al ver a alguien más —un alfa, un extranjero— el expresar ese crudo desprecio por el sistema, cuando él no lo hizo. No fuera de la carrera misma, al menos.
El tono de la pregunta fue retórico, pero merecía una respuesta honesta, por mucho que le quemara la garganta el admitirlo en voz alta. Hasta el momento, Hobie no había querido más que eso, honestidad, el a dónde vino a parar como un completo ignorante.
—No lo hacemos.
El desprecio se convirtió en pesadumbre que rozaba casi la desesperación en la cara de Hobie, cuando volteó a verlo. Era casi como verse a él mismo.
—Todos los movimientos de liberación han sido suprimidos. Las leyes y la burocracia se han vuelto más severas, los cambios no tienden a ser a nuestro beneficio. —Pavitr se relamió la amargura de los labios antes de continuar, arrugando la nariz. —La relación entre alfas y omegas hombres no era posible hasta hace cuatro años.
Hobie se dejó caer sentado a su lado otra vez. Se rascó la cabeza, luego pasó la mano por la nuca, y dejó salir un suspiro de irritación.
—Vaya montón de mierda.
Pavitr sonrió, a pesar de todo. Si así se sentía ir a terapia, entonces era increíble. Ver las expresiones de Hobie le habían brindado un entretenimiento de cierta manera. Quizá esto es lo que había necesitado por mucho tiempo, el dejarse relajar y hablar con alguien más que no fuera Meera Jain y que pudiera comprenderlo. O al menos esperaba que fuera eso, y no su maldito cerebro derritiéndose por el —que debía admitir era agradable— aroma en el aire, proveniente de la única persona que estaba ahí además de él. Se recargó hacia atrás, usando sus brazos, y, sin mover mucho la cabeza a esa dirección, le dio a Hobie un buen vistazo.
Jamás había conocido a un alfa tan expresivo, tan… modesto. Ningún alfa que atendía la carrera era así. Podía decirlo no solo por las miradas deshumanizantes detrás suyo o las posturas de egocentrismo, sino por el olor de sus intenciones. La ira, la violencia y el deseo sexual más asqueroso; aromas putrefactos que por mucho que se expusiera a ellos día tras día, no podía evitar las repentinas arcadas naciendo de su vientre. No sentía nada de eso, ahora. Solo la mezcla de romero e incienso, de mezclilla y cuero de botas calentándose con el sol. La dureza en la expresión de Hobie, y en todos los piercings en el rostro, solo le transmitía la suavidad de las emociones detrás de ella.
Se mordió el interior de la mejilla, un intento por suprimir el pensamiento de que lo consideraba atractivo para darle prioridad a la cuestión que sí importaba. La iba a preguntar en voz alta, pero Hobie continuó hablando.
—¿Sabes, Pav? Me quitaste toda la culpa de haberle robado esta mierda a un bastardo.
Lo que lo hizo girar su cabeza y entrecerrar los ojos no fue el apodo, sino la confesión. Para el apodo ya habría otra discusión.
—¿«Robado»?
Hobie miró a un lado rápidamente y se cubrió la boca. La tos que salió sonó falsa. No, Pavitr no lo dejaría escapar tan fácil de darle explicaciones. Nunca dejaba nada escapar cuando la curiosidad le zumbaba en la mente, y esto era, sin dudas, la cosa más interesante que le había pasado en toda la semana. Estaba compensando la miseria de la carrera por adelantado.
—¿Robaste el permiso de inscripción a alguien?
Se acercó más a Hobie con cada palabra dicha, mientras Hobie se alejaba, cabeza alzada al aire y los ojos desviados a un lado. Pavitr rodó los ojos. El secretismo ahora era una tontería, después de haber abierto la boca de forma tan grande y fácil. El alfa era bastante diferente de todos los que había conocido, la nula prudencia que tenía jamás la había llegado a presenciar de ningún otro.
—No es como que te vaya a entregar a un oficial, no lograría nada.
Hobie lo escudriñó con una expresión de enfado, quizá por el tono motivado que había usado para admitir otra falta de derechos que los omegas enfrentaban ahí, y luego gruñó, derrotado.
—Sí, se lo robé a alguien. —Se rascó la mejilla, ladeando su boca. —Un malnacido, empezó como promotor de clubes y terminó como un mafioso, robando todos los recursos a la comunidad.
Honestamente, Pavitr no quería saber cómo es que le robó a alguien que hacía sonar con bastante poder. No por tener que llevarse la confesión de un crimen —que no le incumbía— a la tumba, sino que quería evitarse la vergüenza de pensar que estaba envuelto en el mal guion de una secuela de Dhoom. Se mordió el labio para no preguntar nada más.
—No me imagino qué hubiera hecho él con esto —Hobie continuó hablando, mientras sacaba la inscripción doblada de un bolsillo—, pensarlo me hace querer vomitar. Gastó dinero robado en esta puta mierda.
Pavitr tomó la inscripción para darle una buena ojeada. El nombre era otro, demasiado alejado alfabéticamente de «Hobie»: «Wilson Fisk». Robo y suplantación de identidad, estaba genuinamente maravillado por y con la persona que tenía al lado, aunque no lo iba a admitir en voz alta.
—Pensé que solo eran vacaciones, ¿sabes? Por eso no quise desperdiciar el boleto.
—Pudiste no terminar el proceso —Pavitr le regresó el documento, lo vio doblarlo de nuevo—, no sería la primera vez.
—Ahora me lo dices.
La exasperación en esas palabras le sacó una risa. Hobie resopló, pero sonrió, mirando al frente. Pavitr podía adivinar en esa mirada que estaba pensando sobre qué decir.
—Tomaré la carrera como todo el ejercicio que no he hecho en meses.
—¿No vas a reclamar ningún omega?
Se mordió la lengua así como pudo morder su propia estupidez. La pregunta salió por pura inercia. Podía sentir el sabor del asco que el vago pensamiento en su mente creaba, pero que le recorría el cuerpo entero. El hecho de que Hobie se fuera —por ponerlo de algún modo— con las manos vacías se sentía como desaprovechar una oportunidad. No como si los omegas tuvieran voz en ello, y tampoco quería menospreciar la elección de Hobie, era solo que… por lejos, tenía el ejemplo de un alfa que podría, de verdad, salvar a un omega de la podredumbre que era el vivir allí. Podía estarse dejando llevar por primeras impresiones. Muy buenas primeras impresiones.
Sacudió la cabeza, para abandonar esa estupidez al aire. No. Ninguna unión que naciera de este método era merecedora de llamársele «afortunada». Pero…
Parpadeó.
Pero si Hobie no iba a reclamar a nadie…
—Soy un tipo de malnacido diferente, Pav. —Hobie se inclinó hacia delante, recargando los codos en las piernas. —Y la palabra «reclamar» me da asco.
Sacó la lengua acto seguido, en cómico disgusto.
Sí. Absolutamente desagradable.
¿Lo dijo, no? Que le debía una. Esta era la oportunidad perfecta para garantizar la victoria en su última carrera.
Pavitr se puso de pie, balanceándose hacia delante, con mucha más energía de la que tuvo por la mañana. La posición del sol le indicaba que los preparativos iniciales de la carrera no tardarían en empezar, y ellos debían estar ahí a tiempo. Sobre todo él, no quería más problemas de los que ya le daban con el historial que cargaba. Miró a Hobie. Hobie lo estaba mirando también. Pavitr le dedicó una sonrisa de atrevimiento puro.
Algo le decía que Hobie no rechazaría su idea.
Cerró los ojos y apretó los dientes por instinto, por segunda vez en un solo día. El dolor de la aguja penetrándole la piel jamás se tornaba agradable. Igual sabía que esa no era la intención, todo lo contrario. El gobierno quería que sufrieran con cada paso que daban, con cada intento de huir del destino que por la biología era de suyo. La inyección que los inducía en celo garantizaba un triple dolor en ellos que solo beneficiaría a los alfas por el resto de sus vidas.
Pavitr estaba seguro de que, por su mal conocido historial, cada año le aumentaban la dosis para acelerar el proceso, aunque jamás había visto ninguna diferencia cuando preparaban la aguja enfrente suyo. Tampoco esta vez. Si era su cerebro jugándole malas pasadas, entonces no importaba la mentalización, cada año lo tenía peor, esa asquerosa necesidad que nacía de su vientre y se extendía hasta sus genitales, haciendo de cada movimiento un dolor muscular.
Se lamió los labios, comenzaban a secársele.
Omegas enfilados, así los organizaban siempre, en frente de la fila de árboles que eran el inicio del bosque. La atmósfera que eso creaba podía ser comparada a presos en reclusorio o militares en un campo… o, incluso peor, a una exposición de productos, para que los alfas los identificaran desde antes y así seguirlos como se acecha a una presa.
La persona que lo inyectó siguió con el omega a su lado izquierdo. A su lado derecho, algunos omegas —tanto hombres como mujeres— comenzaron a calentar. No era más que postureo, cuando no podía oler más que la empalagosa excitación de fingir ser lo que los alfas menos querían de una unión, llamándoles la atención, poniéndose a sus pies. No les guardaba ningún rencor, a pesar de ello. Les hubieran prohibido calentar si no fuera porque un omega con los tobillos torcidos llegaba a valer menos que nada, similar a una figura de vidrio soplado. Un omega debía ser perfecto, así un alfa podía romperlo con más placer. Amaría que ese fuera su cinismo y prejuicio hablando, en vez de la experiencia en su memoria como herrado caliente.
Los imitó, estirando los brazos y girando el torso, una excusa para mirar detrás suyo, hacia donde los alfas estaban siendo organizados en posiciones similares a las suyas. Identificó a Hobie, en la primera fila, a no más de un metro de distancia. Era imposible verlo desde su lugar, pero también identificó el aroma del alfa que lo había amenazado antes. Le resultaba de lo más irónico que los alfas extranjeros recibieran una mejor posición en las filas, pero no le sorprendía, se contentaba con la burla mental —por la que se recriminaba después, el sentido vengativo de karma le era algo detestable— hacia los alfas de su propio país.
Hobie movió la cabeza en su dirección y asintió. Si eso era un saludo o la confirmación de que el plan seguía en vigencia, Pavitr no lo sabía, así que asintió también por mera educación. Hobie le sonrió. Pavitr regresó su vista al bosque. Sentía la garganta seca, pero la boca demasiado húmeda. Inhaló profundo. El estimulante no tardaría nada en potenciar su olfato, y el torrente de diferentes aromas de alfas y omegas por igual siempre le revolvía el estómago, algo que ni siquiera los olores naturales podían apaciguar.
Las piernas le comenzaron a hormiguear cuando escuchó la voz de alguien gritándoles que tomaran posiciones.
Un minuto.
Luego, treinta segundos.
Diez.
El estridor de una bocina marcó la salida.
Pavitr fue uno de los primeros en atravesar los árboles, dejando atrás a los demás, virando rápidamente hacia la izquierda. No le era necesario ningún mapa mental, sus piernas cargaban con toda la memoria que necesitaba para llegar al sitio más seguro donde esperar que terminara la pesadilla en vida.
Les daban a los omegas diez minutos de ventaja —años atrás, solo habían sido cinco—, otra falsa apariencia de que todo esto llegaba a ser, en cualquier sentido, «justo». Pavitr lo encontraba condescendiente, otra forma en la que los consideraban inferiores, mientras que los alfas eran los más veloces, los más fuertes.
Exhaló su rabia por la boca, enfocándose en el sonido de sus zapatos aplastando las hojas secas y las ramitas caídas.
Por otro lado, la ventaja estaba bien. Le hacían a él un favor, quisieran o no. El estimulante le calentaba la sangre en las venas con cada segundo, mientras que la brisa en la cara ardía en sus pulmones. Esos diez minutos eran todo lo que necesitaba para llegar al riachuelo. La tradición de ponerse lodo en la nuca era confort mental ante el hipotético caso de un alfa primero limpiándolo antes de morderle, pues Pavitr podría patearlo y escapar de nuevo. Aún tenía presente su primera carrera, el cómo la tía Maya le dijo lo que tenía que hacer para retrasar cualquier acción que un alfa pudiera hacer contra su voluntad y así ganar más ventaja de la otorgada. El Pavitr de diecisiete años, por la adrenalina inundada en pánico, se terminó untando lodo en todo el cuerpo. La tía Maya lo regañó en tono divertido mientras lo ayudaba a lavar la ropa, entre felicitaciones por haber sobrevivido.
Sí. Sobrevivir. Lo haría. La confianza arrogante le recorría tanto como el inicio de una fiebre. Las palabras de Meera Jain resonaron a lo lejos como un recuerdo. No se dejaría reclamar. Nunca.
Inhaló. Aromas como un golpe, encabalgándose, destruyéndose y mezclándose entre sí azotaron en Pavitr, en sus piernas para que cayera, en sus pies para que tropezara con el aire, en la punzada exigente en su espalda baja y en su ingle para que rogara, más que en su mente. Las hojas que pisaba, su sudor; los árboles que pasaba, el hervor de su piel; los omegas arrebazados a su espalda. Tragó la espesura en su boca, siguiendo su curso.
Era peor, el inicio de este celo.
Llegó al riachuelo con el sudor haciendo que la ropa se le pegara a la piel. Tomó aire, a pesar de la garganta cerrada y del aire helado que le quemaba, y se mojó la cara, un alivio que no le duraría nada. En cuanto terminó de poner lodo en su nuca, el segundo estridor hizo eco entre los árboles. El turno de los alfas había llegado y no quería quedarse a ver cuántos seguían su rastro hasta ahí. Retomó la carrera, impulsándose con el salto para esquivar pisar el riachuelo, con un paso más calmado, y no por la fiebre.
Esperaba que Hobie cumpliera su parte del trato. Si no tuvo reparos en golpear a un alfa y en robarle a un mafioso, entonces no tendría reparos en hacerlo de nuevo.
Llegó a la parte del bosque donde los árboles eran gruesos y frondosos, ancestrales, con caminos que solo los animales podían conocer bien. Si para los humanos no había camino hacia delante, entonces lo había hacia arriba. Seguía genuinamente sorprendido que nadie hubiera, nunca, tenido en cuenta la posibilidad de un omega descansando en una rama lo suficientemente alta para evitar que alfas, más preocupados por sus finas ropas, lo atraparan. Sabían de sobra que Pavitr hacía esto. No se lo podían prohibir, porque no estaba en el reglamento —que solo los omegas debían de seguir—, y los cambios, a pesar de todo, tomaban años. Agradecía que la estupidez fuera algo en común entre el Parlamento.
Tres metros arriba en un árbol, podía escuchar los gritos de sorpresa y emoción de omegas siendo capturados. Quiso sentirse feliz por ellos, las náuseas se lo impidieron. Una de sus piernas tembló. El mundo se le desvió en un resbalón que le dejó las palmas de las manos y las piernas descubiertas ardiendo, habiendo encontrado equilibrio en otra rama a la que se aferró. Maldijo entre dientes, recargando la frente contra el tronco para recuperar el poco aliento que podía mantener con su celo en alza. Su camisa se había roto y dos botones no dudarían en caerse pronto. Una caída como esa no sería fatal, pero no saldría ileso, y lujos como los esguinces era algo que no podía darse, aunque tuviera la seguridad de que pronto tendría a alguien cubriéndole las espaldas. Dejó salir un suspiro agitado, mientras comenzó a trepar por las ramas de nuevo. Los gritos, y lo que casi serían risillas de entusiasmo, en la distancia lo motivaron por las razones equivocadas.
Pavitr estaba a más de cinco metros cuando un crujido en el suelo, demasiado cerca del árbol donde estaba, lo congeló. Cerró la boca, por la que había estado respirando. Enfocó la vista por entre los gruesos troncos que creaban escondites perfectos, olfateando. Un alfa estaba cerca. Uno familiar. El movimiento detrás de dos árboles no fue su imaginación. Se balanceó en un salto hacia la rama que tenía justo encima.
—Baja de ahí, bhosdi* —le ordenó una voz que cargaba un tono de burlesca condescendencia.
Oh, era él. El alfa que lo amenazó. Ni siquiera se molestaría en responderle esta vez, tenía mejores —y más preocupantes— cosas que hacer. Había llegado a la rama que, de un corto salto, conectaba con otra de otro árbol; el camino a partir de ahí era pura cuestión de equilibrio, construido de puras ramas ni muy gruesas pero tampoco muy delgadas, y lo prefería a estar allí abajo.
Un gruñido lo hizo mirar hacia esa dirección. Vio primero una mano en la rama más cercana al suelo, que daba a parar al cuerpo de ese alfa. Podía ver el moretón del que Hobie era culpable. Estaba intentando trepar. Por mucho que quisiera subestimarlo, no podía. Dio el salto hacia el otro árbol, mientras gruñidos jadeos seguían llegándole desde abajo. Pavitr no podía entender esa manía tan malsana. ¿Tanto solo por conseguir a un omega como él? No eran sus inseguridades hablando, sino todo lo demás. La vida de ese alfa no dependía de esta carrera como la suya sí que lo hacía, así que le parecía una ridiculez, ese despliegue de falsas aptitudes.
Otro gruñido, seguido de un grito de dolor. Estuvo a punto de pensar que el alfa se había caído, pero el segundo grito que le siguió no era uno que se le daba a un árbol ni a uno mismo. Regresó la vista abajo, para toparse con Hobie de pie al lado del alfa en el suelo, mano de nuevo en su rostro.
—Viejo, necesitamos dejar de encontrarnos así —escuchó decir a Hobie—, termina muy mal para ti.
El alfa se puso de pie.
—¿Qué? ¿Eres el protector de ese omega? —Parecía estar escupiendo todas las palabras. —Un omega como él no necesita protección, necesita aprender su lugar.
—Oh, no. —Podía escuchar la sonrisa altiva de Hobie. —No lo hará.
—¿Eh?
El alfa volvió a caer al suelo de un puñetazo en la mandíbula, esta vez inconsciente. A pesar de que Pavitr no condonaba la violencia, suponía que podía hacer una —doble— excepción en este caso, imposible pensar en otra manera para que ese alfa lo dejara en paz si no era por medio de fuerza bruta. Otros alfas tendían a rendirse si otro los sobrepasaba para alcanzar a un omega, otros… no. No era extraño escuchar historias de alfas peleando por un omega, pero no era como si el omega saliera impune de algo así, sería él siempre el culpable, por tentar a más de uno.
Vio a Hobie subir por las ramas con más agilidad de la que esperaba, pero no lo suficientemente rápido.
—No sabía que trepar árboles era parte de una carrera.
—Lo es cuando eres yo. —Pavitr se dio la vuelta, listo para saltar al siguiente árbol. —Nos vemos donde acordamos, Hobie.
Lo escuchó gritarle un «¡oye!» mientras se alejaba.
Con un gemido, Pavitr se recargó contra la pared natural de piedra. Quizá se había sobreesforzado esta vez, con los saltos apresurados y exigentes. Quizá era el celo llegando a su punto álgido, el cuerpo se le hacía una pesa de cien kilos, con una ola de calor adormecedor difuminándole y apagándole en rojo la visión a intervalos irregulares. Casi perdió el equilibrio por ello, allí arriba en los árboles. La adrenalina de la muerte se había fusionado con la adrenalina del celo, demasiado hundido en ellas como para estabilizarse, por más que intentara inhalar con una garganta cerrada por los constantes jadeos que iban de dolor a placer, cada que sus shorts le rozaban el interior de los muslos y la entrepierna. Difícil quedarse callado.
Fue deslizándose poco a poco en la pared, hasta que pudo sentarse. El frío del suelo húmedo y de la piedra eran la ausencia de un cuerpo que su biología le demandaba en ese instante. Dobló las piernas para juntarlas a su torso y rodeó sus rodillas con sus brazos, por mucho que su cuerpo le gritaba que las abriera, que se deshiciera de esos ridículos shorts beige, que invitara a cualquier alfa a reclamarlo, a montarlo, a llenarlo; que gimiera y rogara y suplicara por alivio a la insaciable tensión.
Olió a Hobie.
Tragó saliva, disgustado por una reacción que apenas había iniciado en sí. Puso más fuerza en sus brazos.
Escuchó pasos cada vez más lentos. Lo vio a los pocos segundos, saliendo al claro, acercándose. No lo suficiente. Eso estaba bien. Arrastraba la tierra con las suelas de las botas, hasta que las detuvo para inclinarse hacia el frente, apoyando las manos en las rodillas.
—Joder —Hobie exhaló, afónico y exagerado—. No quiero volver a correr ni trepar árboles en toda mi vida.
Pavitr sonrió, como buenamente pudo. Si reía solo comenzaría a toser, y en ese momento todo movimiento se sentía como una puñalada incentivadora. Prefería evitar los temblores de cohibida vergüenza. Ya no respiraba con dificultad por el cansancio, sino por la fiebre.
Era demasiado.
Hobie carraspeó, cubriéndose la parte baja de la cara con una mano. No la retiró después. Pavitr quería preguntarle si eso realmente daba algún resultado, aunque la respuesta fuera obvia. Tenía que agradecerle, cuando menos, la consideración.
—¿Qué hacemos ahora, Pav?
—Esperar. —Su voz salió como un seco ronquido. —La carrera terminará en una hora. Entonces podremos…
Su erección pulsó dentro de sus pantalones, obligándolo a cerrar los ojos y tragarse el gemido que amenazó a escapar, con ayuda de su mano.
—…podremos volver.
—Okay. Bien —pausó, mirando por encima de su hombro. —¿Qué hacemos si otros llegan?
Parpadeó, ganando algo de cordura. Carreras anteriores, había sido capaz de subir por la pared hasta el risco, solo como una precaución, ningún alfa había estado tan demente para seguirlo hasta allí. Era imposible hacerlo ahora. No tenía ningún plan, y sentía que, incluso si intentaba formular uno, sería un fracaso en su actual estado.
—No tengo súper-resistencia ni súper-fuerza —a pesar del chiste, el tono de Hobie era serio—, no podría con varios a la vez aunque quisiera.
La desesperación pensó por él, preocupándose muy poco por el cómo su voz hacía demasiado obvia la excitación de su cuerpo.
—Podríamos fingir.
Hobie lo miró como si no entendiera. Probablemente no entendía de verdad, lo que las palabras de Pavitr significaban. Un reclamo lavanda*, una acción que a los ojos de la sociedad era deplorable, pero no ilegal. El efecto del estimulante tardaría en irse, también. Se obligó a hablar de nuevo, a pesar del apretón de vergüenza y pánico en su corazón.
—Fingir que me has reclamado. Si te encuentran penetrándome no se-
—¡¿Qué?! —Hobie colocó las manos al frente, dando un paso hacia atrás. —No, okay, uh. Eso es demasiado, Pavitr. No quiero abu-
—¿Abusar de mí? —Lo que debía ser sarcasmo en su voz se convirtió en el veneno del celo que le recorría las venas. —No más de lo que todo esto ya ha abusado de mí. De todos.
Vio la mandíbula y los hombros de Hobie tensarse, el leve olor a algo parecido al odio tintaba el aroma a romero e incienso en la brisa que hacía a su rostro arder en sudor. Pavitr deseó, muy en el fondo, que no fuera un odio hacia él, hacia la verdad que dijo. Porque era eso, una verdad; dejarse coger por un alfa para conseguir alivio y no arriesgar el entrar en peores circunstancias era el menor de los abusos en juego. Si se dejaba ir por el hervor de negado placer cosquilleándole los muslos, podría incluso hacerse a la idea de que llegaría a disfrutarlo. Pero seguía siendo una decisión que Hobie debía de tomar, no iba a insistir. No vocalmente y a consciencia, al menos; controlar las reacciones de su cuerpo y sus suplicantes feromonas le era imposible. Hobie lo observó con una brusquedad que era, por alguna razón, tranquilizadora. Seguía siéndole fascinación, cómo el alfa no se abalanzaba hacía él como animal hambriento, estaba seguro de que eso harían los otros nada más tuvieran la oportunidad.
Hobie se llevó la mano a la cabeza, entrelazando los dedos con las rastas de colores. Notó la boca moverse, pero no escuchó nada, salvo botas pesadas dando pasos hacia él.
—Pavitr. —La severidad de su nombre lo replegó más contra la pared. —¿Estás seguro?
Pero Hobie no era «los otros», ¿verdad? Notaba la calma con la que retenía los temblores, ahí, de pie, esperando por la afirmación para tocarlo. Le quedaba muy en claro, a pesar de su conciencia oscilante, la enorme diferencia.
Pavitr apartó los brazos de sus rodillas, dejando que sus piernas se abrieran tanto como querían, dejando que el aire se le pegara a la humedad que no quería saber si era visible en la tela de su pantalón. Sintió la lentitud de sus propios labios para abrirse y decir «sí», y Hobie ya estaba caído de rodillas enfrente suyo, una mano tomándole el cuello de la camiseta con tosca suavidad, la otra posándose en su cadera, extendiendo los dedos en su piel como hielos, deslizándose por debajo de la pretina de los shorts y de su ropa interior para deshacerse de ellos. Menos mal había abierto las piernas. Menos mal su cadera daba pequeños espasmos hacía arriba, sin conciencia, con toda las ansias del mundo. Menos mal la lengua de Hobie le recorría el cuello y el pecho, mientras Pavitr saboreaba la presencia y el calor de Hobie que le prometían alivio y necesidad al mismo tiempo.
Sus hombros se encogieron, su espalda se curvó, su dura erección se contrajo al aire libre, con la ropa a sus pies. Se corrió enseguida, cuando Hobie lo rozó con las yemas de sus dedos y después lo envolvió con la mano que era calurosamente fría. Pero Hobie no se detuvo, como si supiera que ese orgasmo era insignificante, una mera reacción por prematuro tacto, movió su mano hacia arriba y hacia abajo y hacia arriba. Pavitr sentía la tensión de los hombros de Hobie en sus manos, se estremecían con cada gemido, zozobrando excitación con cada movimiento.
Una pausa, como un retraso en el vaivén de la mano que seguía en erección, y luego la mano ya no estaba ahí, pero no le dio tiempo a quejarse ni demandar nada; dos dedos se deslizaron por sus testículos, por su perineo, antes de meterse en su ano. Su cuerpo ya no codiciaba la nada, la fantasía en ausencia de algo que rehusó a voluntad por años; ahora sentía lo que sería el agudo placer de un mundo ideal, cada centímetro de la longitud de esos dedos dentro de él, cada minúsculo movimiento que lo preparaba, lo extendía.
—Pav, agárrate a la pared.
Eso era éxtasis, en la punta de la lengua de Hobie cuando habló. No notó cuándo Hobie se había abierto los pantalones.
Hobie, sosteniendo el trasero de Pavitr, le dio un empujón hacia arriba. Pavitr dobló los brazos, aferrando palmas, dedos y uñas a la pared, en las aperturas entre piedras que sentía como puntos de seguridad, así como los dedos de Hobie le perforaban la suave piel de sus muslos. No importaba lo mucho que mirara hacia la parte baja del cuerpo de Hobie, ya no podía ver el grosor del nudo de aquella erección, solo el recuerdo ardiéndole en la mente y en las mejillas con agonizante anticipación.
Y la dureza de la erección se deslizó hacia delante, hacia el interior de su cuerpo. Pavitr escuchó la humedad del movimiento, olió el torrente de calor de ambos. Sus ojos se pusieron en blanco, los brazos se le agitan y su erección se sacude encima de su vientre con fuerza que lo hizo creer se estaba corriendo. Sobre él, Hobie gimió como si la voz se le derritiera en la garganta, o su cuerpo entero. Le veía la cara roja, los ojos entrecerrados y brillosos, la boca entreabierta, expulsando aliento caliente. ¿Estaba mal, querer escuchar de esa voz lo bien que se sentía estar dentro de él? En su estado, probablemente. Su conciencia estaba en negro, no había ningún pensamiento, solo el deseo que era el celo.
Un tercer estridor perforó el aire desde la lejanía.
Cada desliz, cada fricción dentro de él, sobre de él, le quemaban; el nudo en la base de la erección que chocaba con su piel le agitaba la respiración y la fiebre como una amenaza que no tardó en introducirse, palpitante e hirviente. Hobie lo estaba cogiendo. Se sentía cada vez más cerca, en la base de su pene la tensión vibrante de placer se le deslizaba hacia arriba.
Hobie jadeó de nuevo, viéndolo directo a los ojos. El nudo se expandía con cada pequeña fracción de segundo. La incoherencia de su garganta era afirmación a una pregunta muda y de pronto el semen de Hobie lo estaba llenando, le estaba quemando como espasmos el interior, el estómago, la mente. La voz se le había ido entre rasposos gemidos mientras su propio semen le salpicaba el vientre, el vello. El orgasmo se le diluía en todo el cuerpo.
Esto bastaría. Esto bastaba.
Se le arqueó de nuevo la espalda, sintiendo a Hobie salir de él, aún sosteniéndolo a pocos centímetros del suelo.
—¿Qué hacemos ahora? —carraspeó Hobie.
La respiración se le normalizaba, la voz la sentía regresar desde su garganta aunque fuera lastimera, pero el corazón no dejaba de latir con una pizca de dolor.
—Regresar.
El cielo morado sobre él resplandecía con las primeras estrellas al salir del bosque, y al horizonte la línea anaranjada del sol ocultándose. En las filas para los reportes finales de la carrera no había ni un solo omega, pero sí varios alfas, quiénes giraron las cabezas a su dirección, con fastidio y odio en esas miradas miserables, en cuanto comenzó a acercarse.
Todos, menos Hobie, quien le sonrió aun si era con algo de tristeza compartida. Le dijo que tenía que regresar primero él, para que nadie sospechara del trato y que ya se encargaría de todo. Siempre se encargaba de todo.
Su última carrera había finalizado. Cumpliría veinticinco en tan solo un día. Lo obligarían —a regañadientes— a firmar un documento que pocos habían firmado antes, y esperaría meses de burocracia interna, quizá revisiones para comprobar que sí, no había sido reclamado nunca, que su cuerpo seguía ignorante de un alfa, antes de otorgarle un tipo de libertad.
Fijó su vista en el brillo tembloroso del sol.
No imaginó que la libertad tuviera un regusto amargo.