Fue la peor pelea que Yukino pudiera recordar, entre ellos dos. Si es que podía llamar «pelea» a… todo. A huir, a evitar, a elegir.
Sí, recordaba las primeras discusiones cuando comenzaron a salir, antes de saber que eran hermanos. Los insultos leves pasaban rápidamente, volvían a un espacio compartido de supuesta paz, aunque a veces la espina en el pecho punzaba con amargos recuerdos. La relación, lejana de ser algo perfecto. Y cuando cayó la revelación, Yukino sintió que el mundo la quemaba viva; no supo —seguía sin saber, si le debía honestidad a alguien— cuál emoción, con exactitud, sintió arder como ácido en su estómago por días, solo supo que la consumió por días enteros que se convirtieron muy pronto en eternidad, encerrada en lo que podía llamar casa, intentando hacer un sentido de sí misma, de Yuzuru, de la relación, de su familia, de ellos, de todos.
Entonces Yuzuru apareció, de nuevo, con la mandíbula resuelta, obligando a Yukino a elegir, si él debía irse o quedarse, y dejando a Yukino temblando con una de las emociones más fuertes que alguna vez sintió mientras la respuesta le dejaba la garganta. No pudo explicarse a sí misma la respuesta, no hubo racionalidad detrás de ella, así como tampoco hubo racionalidad en cómo se desmoronó frente a Yuzuru; los muros que tan cuidadosamente había construido alrededor suyo desde la infancia para mantener a otros fuera, lejos, porque era mejor resguardarse aun sin conocer otros tipos de dolor, cayeron como fina arena. Recordaba estar sin aliento —¿por gritar, por llorar, por su acelerado corazón?—, sonrojada y con los ojos de Yuzuru, con esa mirada que también le pertenecía a ella, desbordándole por completo.
Y de pronto estaban juntos de nuevo. Besándose, tocándose, avanzando y retrocediendo a la cama, desnudándose en ella con el peso de las decisiones que tomaron en los hombros, que a Yuzuru no le pareció importar después de la respuesta, incluso ella podía decir con seguridad que el temblor de su hermano cuando la rodeó con los brazos era de alivio, de necesidad, de urgencia —dependencia.
Que Yukino haya tenido una buena noche de sueño, podía ser por muchas razones, pero determinar cuál no le importaba en lo absoluto en ese momento. Era de día, o al menos supuso que lo era, tras escuchar la cama rechinar por un movimiento ajeno al lado suyo, el sonido de una sábana deslizándose y pasos sigilosos que concluyeron con una puerta cerrándose.
«Yuzuru».
Yukino no sentía el calor que el sol matutino le otorgaba a la habitación, pero tampoco sentía cansancio alguno —al menos, no era un cansancio que pudiera reconocer.
Respiró profundo antes de abrir los ojos lentamente, aunque se detuvo a mitad de camino. No quería levantarse, ni siquiera quería moverse del todo. Sentía cada parte de su cuerpo. Cada inhalación expandiendo su pecho y cada exhalación abandonando sus pulmones, cada fino cabello enredado en otro. El brazo derecho le hormigueaba. El brazo que había estado debajo del cuerpo de Yuzuru hasta hacía unos minutos. Tampoco sentía que fuera pereza, esta reticencia que su cuerpo oponía a sus —no tan fuertes— ganas de tan solo sentarse y encontrar algo que pudiera darle indicaciones de qué hora era.
El sonido de la puerta cerrándose volvió, al igual que los pasos que ahora se acercaban en vez de alejarse y, de pronto, ahí se encontraba Yuzuru frente a ella, de nuevo. Con la vista borrosa, y algo floja también, Yukino no sabía si Yuzuru estaba quieto en la semioscuridad de la habitación, o si estaba caminando, con una horrible lentitud, hacia ella.
—No estás intentando levantarte.
Entonces sí que era de día, y Yuzuru sí estaba acercándose a ella.
En su mente, Yukino estiró la mano sin pensarlo, obligando a su cuerpo a incorporarse, a dar un paso hacia delante y acercarse mutuamente a Yuzuru, crear un espacio perfectamente compartido, y apoyar sus manos en donde sentía pertenecían, en los hombros, en el pecho, ajenos. Pero no lo hizo. Su cuerpo continuaba acostado, inmóvil, como en un estado que apenas consideraba como de satisfacción, quizá de anhelo, mientras Yuzuru era quien estiraba la mano y encorvaba su cuerpo hacia ella, envolviéndola en el distintivo calor de otro ser humano, en un calor que era tan idéntico como diferente al de ella.
La mano de Yuzuru se deslizó por el cuerpo de Yukino, apretó su muslo, provocándole un ligero temblor en la columna, un jadeo, y volvió a subir, tensando los dedos en su barbilla, aunque era él quien inclinaba la cabeza hacia un lado, acomodándose antes de siquiera comenzar a descender. Los labios de Yukino ya estaban entreabiertos, pero los abrió más, no solo para recibir los labios que le tentaban el cuerpo entero, sino para invitarlo a que la besara de una buena vez.
Yuzuru respondió de inmediato.
Yukino exhaló, largo. Una exhalación de satisfacción al tener aquellos labios casi idénticos a los suyos besándole. Las manos de Yuzuru pasaron a descansar en sus caderas, tensándose en respuesta a la presión que él mismo creaba sobre ella, a la forma en que Yukino levantaba la barbilla, reclinaba la cabeza hacia atrás para entregarse más al beso —algo que Yuzuru siempre aceptaba con lo que ella solo podía identificar como una brusquedad precipitante. Brusquedad que no le molestaba en lo absoluto… o, al menos, no en ese momento. La brusquedad podía chocar contra ella durante todas aquellas peleas, pero ahora lo que hacía era mandarle la corriente de electricidad que su cuerpo adormilado necesitaba para moverse, y levantó la mano, apoyando sus dedos en la cabeza de Yuzuru con una delicadeza que, pareció, él entendió como fuerza, porque se inclinó más hacia ella, se presionó más contra la boca de Yukino, a su cuerpo, y lamió sus labios.
Yuzuru retiró una mano de las caderas de Yukino, deslizándose con delicadeza, tanteando la parte baja de su estómago, acariciando con el pulgar la ingle. La espalda de Yukino se arqueó, sus piernas se flexionaron y chocaron con las ajenas en el proceso, como un reflejo ante la combinación de cosquillas y escalofríos que le recorrió entera. Yuzuru dejó de besarla, el aliento caliente de un jadeo le rozó la mejilla antes de convertirse en un beso, en un chupetón, en una ligera mordida, y los tres fueron descendiendo por su cuello, por sus clavículas, hasta sus costillas. En el movimiento, ella notó cómo él estaba semi-erecto, sentía el calor suave en uno de sus muslos, y la fantasía de deslizarse también por debajo de aquel cuerpo masculino para entretener aquel miembro con su boca, hasta que estuviera erecto de verdad, la distrajo lo suficiente para no reprimir entre dientes el gemido gutural que le escapó la garganta cuando Yuzuru succionó uno de sus pezones mientras la otra mano rodeaba y apretaba la piel del pecho.
Yuzuru hundió la nariz en medio de sus pechos y respiró profundamente. Regresó su mirada a los ojos de ella, con las pestañas que le oscurecían más aquellas córneas casi subyugadas a las pupilas dilatadas de una excitación que tomaban la forma de su reflejo. Porque eso era lo que veía allí: su reflejo y solo él.
—Yukino.
La voz de Yuzuru era más grave de lo normal, con una firmeza que solo la sensible anticipación le podía otorgar a alguien como a él, y guiar de nuevo aquella boca a su otro pezón, sintiendo cómo la piel húmeda y rugosa de la lengua le cubría, le mandaba sensaciones que iban a terminar palpitando en su coño, como un ardor de deseo, de necesidad que surgía desde lo más profundo de su vientre.
Oh, lo quería demasiado.
Así que lo iba a tener.
Yukino movió la mano que no sujetaba sino las sábanas debajo suyo por su propio muslo, desde el interior hasta el exterior, hasta que dio con lo que buscada y presionó su palma sobre ello, sintiendo el calor, sintiendo el palpitar de sorpresa. Los latidos se le aceleraron, retumbando más fuertes que los sonidos húmedos que Yuzuru hacía contra sus pezones y los jadeos en medio de insultos en japonés que profería. Era la segunda vez que tenía entre sus manos el pene de Yuzuru y seguía sin poder evitar el breve apagón de su mente ante una prueba tan grande de entusiasmo, de que él la quería, la deseaba, como nadie más en su vida se lo había probado.
Las repentinas ganas de decirle que lo amaba la invadieron en ese instante, pero Yuzuru movió su cuerpo de nuevo, hacia delante, para besarla antes de que ella pudiera abrir la boca. Al menos la abrió para recibir a Yuzuru, para morderle el labio inferior a él, mientras las manos de ambos continuaban en el cuerpo del otro, tanteando, bajando y subiendo como el propio calor compartido, demasiado apurados como para coordinarse. Ella masturbaba a Yuzuru con una mano, con la otra le rodeaba el cuello, le acariciaba la espalda, le clavaba uñas cuando él pellizcaba los pezones de Yukino con fuerza, cuando regresó la mano al interior de su muslo, acariciando la zona donde se unía con la ingle, antes de hacer bruscamente la pierna a un lado. El calor tanto como la fricción hicieron gemir a Yukino, sumados a la vertiginosa consciencia, desesperante y desesperada, de lo que había pasado la noche anterior y lo que pasaría ahora, otra vez.
Una cosa era trazar el figura del miembro de Yuzuru con su mano, imaginar la longitud, la forma; otra cosa era verlo, verlo rozar su vientre sensible cuando Yuzuru dejó de inclinarse tanto sobre ella, pero movió las caderas hacia delante, verlo húmedo en presemen tanto como ella sentía su coño ya mojado, enrojecido, pesado, caliente. El corazón le dio un salto y la respiración le tembló con el deseo de sentir esa pesadez dentro de ella.
—Yukino.
La voz ronca de Yuzuru la hizo darse cuenta de su boca abierta, de lo espesa que estaba su saliva cuando tragó, un reflejo que servía de incentivo para mover los ojos y ver el rostro sonrojado de Yuzuru, ver cómo los ojos de él estaban clavados a los suyos. Notó el movimiento de garganta por la periferia, él también tragó saliva, y la mano que jugaba con sus pezones ahora estaba en su cintura, sujetándola de verdad, con un temblor que no era más que fuerza anticipatoria.
—¿Estás lista?
Le preguntaba por confirmación, por la libertad de una restricción, aun cuando la intención se arrastraba en cada sílaba que le abandonaba la boca.
Yukino suspiró, liberando el trémolo de la sobrecogedora anticipación que la azotó con aquella pregunta, con aquellos ojos. El afecto, la posesiva adoración que él demostraba en la tensión de todo su cuerpo, eran abrumadores. Se lamió los labios. Cerró los ojos, que comenzaban a arderle y, sintiendo sus labios tornarse en una leve sonrisa, pronunció:
—Sí.
Yuzuru cedió al instante. En un movimiento, elevó las caderas de Yukino mientras él inclinaba las suyas hacia abajo, flexionando las piernas para que sirvieran como un soporte. La erección de Yuzuru dio un golpeteo a un lado de su entrada, deslizándose sin presionar sobre el pliegue, dejando que el movimiento de expectación la abriera ante él, y Yukino, entre jadeos de profunda insatisfacción, decidió moverse, arqueando su cuerpo hacia delante, hacia Yuzuru, sintiendo por fin la punta penetrar sus suaves labios mientras enroscaba las piernas alrededor de la espalda baja de Yuzuru y tiraba de él hacia ella. Respiró hondo, replegándose por la completa intrusión y el gemido de su hermano, y él se deslizó hacia delante, empujando dentro de ella con fuerza. Hubo un pequeño destello de dolor, palpitante como el peso que ahora estaba dentro, pero se desvaneció al instante por el alivio de placer proveniente de su pecho. Lo único que su cuerpo pudo hacer ante ello fue rendirse. El esfuerzo de su centro cedió y cayó de nuevo a la cama, dejándose mecer por el ritmo que Yuzuru comenzaba a tener con sus deslices, con sus embestidas, pero también por el ardor que le subía por las venas.
Yukino podía decir, aún cuando su mente se difuminaba y se derretía ante las sensaciones, que Yuzuru estaba concentrado en lo que hacía. El agarre en su cintura y su pierna eran constantes, firmes, de vez en cuando movía un pulgar en círculos, como si quisiera calmar un dolor que Yukino, siendo honesta, amaba sentir —pensar en la marca que Yuzuru dejaría en ella cuando retirara la mano la excitaba—; y además mantenía la cabeza inclinada hacia abajo, mirada fija en cómo él mismo entraba y salía de Yukino —como si quisiera evitar algún error—, mientras ella gemía sintiendo la llenura dentro, el temblor de la piel ante la fricción que le recorría la espalda, contemplando la pecho de Yuzuru bajar y subir en banales intentos de controlar su agitada respiración con cada empuje de calor que lo hacían murmurar maldiciones apreciativas en japonés que ella apenas y entendía.
El deseo que Yuzuru jadeaba la hizo mover las caderas con esmero, chocando con el movimiento de su hermano, fallido intento de coordinación por su estado mental difuso, pero que no fue mal recibido en lo absoluto y Yukino no pudo evitar estrecharse alrededor de Yuzuru, impulsada por la ruptura de la tensa línea de autocontrol que hasta aquel momento había logrado mantener. Estaba cerca. Tan cerca. El mundo le comenzaba a parecer demasiado nebuloso, demasiado rápido, demasiado agitado; el olor del calor, el sonido de la fricción, de la cama. No supo cuándo su mano se movió a su coño, acariciando su clítoris al mismo ritmo que Yuzuru se movía hacia adelante, hasta que un espasmo le bajó por los muslos, piernas crispándose contra la espalda de él. En el pecho, un pulso tenso, incesante; la presión de su sangre como fuego, latiendo con fuerza a pesar de que había dejado de escuchar su corazón en los tímpanos. Lo que ahora escuchaba eran las inhalaciones de Yuzuru, más profundas, más roncas, con la boca abierta y el sudor bajándole por la mandíbula.
La garganta se le cerró, el gemido que salió de ella apenas un sonido coherente, la mano con la que se masturbaba se tensó y la otra arañó las sábanas, mientras llegaba al orgasmo.
Yuzuru gimió también, los sonidos suplicantes pronunciados aparentaron el nombre de Yukino. Ella le observó el rostro perdido en deseo, exhalando con dificultad, parpadeando con fuerza; y entonces se inclinó hacia ella, pecho a pecho, y la besó mientras Yukino sentía las pulsaciones del orgasmo ajeno dentro suyo.
Se mantuvieron quietos, por unos minutos. Yukino se dejaba arrullar por la combinación de respiraciones entrecortadas y tensas, por los pequeños escalofríos de placer en su piel. Yuzuru inspiró en el cuello de Yukino antes de moverse primero, lo suficiente para verle el rostro completo —tan sonrojado, tan brillante—, obligándola a mover sus piernas, dejarlas caer en la cama, así liberándolo de su agarre.
—¿Satisfecha?
Yukino sonrió, llevando sus manos a las mejillas de su hermano.
Sí, lo estaba. Por ahora.