Jin Ling quería muchas cosas.
Mejor dicho, las deseaba. Tanto, que podía sentir la fuerza con lo que lo hacía recorrerle el cuerpo cuando se encontraba él solo con sus pensamientos.
La lista de esas cosas bien podría ser tan grande como el Muro de Disciplina de la secta Gusu Lan, pero no todo era realmente importante. Por supuesto que había cosas que Jin Ling deseaba mucho más que otras, que deseaba tener de manera inmediata, sin importar el costo que eso involucrara. Las mismas cosas que lo atormentaban en la vida desde hacía tantos años.
La primera de esas cosas eran aquellas orejas triangulares y puntiagudas, suaves y sedosas que tenía en la parte superior de su cabeza. Sensibles a cualquier sonido y capaces de delatar emociones que uno quisiera ocultar, al igual que la cola alargada y negra que salía de su columna. Deseaba que desaparecieran, deseaba ya no tenerlas más. Las odiaba. Odiaba su presencia, ser consciente a cada minuto de ellas, sentirlas con cada movimiento. Odiaba lo que representaban en cada una de sus fases, el simbolismo hipócrita que se alzaba en el mundo de la cultivación.
En un principio, eran el símbolo de un discípulo bien encaminado, de rectitud y pureza que deberían ser modelo para los demás. Pero, de un momento a otro, ya no era nada de eso, ya no eran símbolo de un modelo a seguir, sino un símbolo que te delataba como un virgen, un mojigato, alguien del cual burlarse en voz baja llegada la edad de la adultez. Porque, por otro lado, nadie se tomaba en un principio la mierda de “rectitud y pureza” en serio, no. Podían actuar como que sí. Podían fingir ser los más santos y justos, desfilando con buena postura todo lo que quisieran, pero las orejas y colas delataban el pecado, el deseo carnal e instintivo de hacerlas desvanecerse entre sábanas de seda blanca. Por mucho que lo reprimieran, jamás se iría, y pobre de aquel que llegara a la tumba con esos símbolos, pues sería objeto de burla por generaciones.
Y eso era la segunda cosa que Jin Ling más deseaba, directamente vinculada con su desprecio: ceder al deseo carnal que era natural, dejar de ser la burla en susurros, porque aún podía escuchar las risas silenciosas y sentir las miradas juiciosas enmascaradas con indiferencia. También podía fingir que eso no le irritaba.
Claro que no podía —ni quería— estar con cualquier persona. Su irritación y odio no lo convertían en un desesperado con bajos estándares o dignidad escasa, arrastrándose ante cualquiera que le mostrara atención y un mínimo de —probablemente falso— afecto. Mucho menos si se consideraba que era el líder de la secta Lanling Jin y que debía actuar como tal para demostrarles que era capaz. Más que capaz, cuando estaba entrando en la plena adultez. Demostrar que era digno merecedor de respeto, merecedor de ser el líder.
Sin embargo, por supuesto que había alguien. Y ese alguien era el tercer punto en su lista.
Alguien que excedía por completo sus estándares y era poderoso, que sí era digno de desfilar con su rectitud y humillar a otros; alguien que era por mucho más hermoso que cualquier persona que se hubiera cruzado por su camino, alguien al que admiraba y observaba con constancia. También era alguien al que no debería desear y que, eso lo tenía muy claro, tampoco lo deseaba a él. Eso no le impedía soñar, ya estuviera despierto —causándole grandes distracciones de sus deberes como líder— o dormido —causándole grandes problemas a la hora de despertar y tener que lidiar con sábanas sucias—.
Sí. Jin Ling deseaba a Jiang Cheng.
Jiang Cheng, líder de la secta Yunmeng Jiang. Jiang Cheng, un hombre conocido por su «fuerte» temperamento en el mundo de la cultivación, temido y odiado por partes iguales por su aire de arrogancia. Jiang Cheng, una de las personas que se dedicó a criarlo y asegurarse de que se convirtiera en un buen cultivador, en un líder. Jiang Cheng, su tío materno.
No sabía desde cuándo, un día simplemente se dio cuenta. Se dio cuenta cuando fue capaz de sentir el calor y la presión de una dura mano que ya no estaba ahí, y que la quería de nuevo, tocando todo su cuerpo.
Y es que era un tormento el desear, el sentirse atraído a su único familiar de esa manera. Lo tenía muy claro. Tenía muy claro que lo que debía sentir no era nada de eso, que la admiración no debía escalar a un deseo carnal, que lo condenaría en el mundo de la cultivación… Aún así, no podía evitarlo. O quizá sería mejor decir que no quería evitarlo. No quería deshacerse de esos sentimientos, de su lujuria; no quería deshacerse de sus fantasías, de su único método de escape de ese simbolismo que le pesaba en la cabeza. Un tormento porque sabía que su querido jiujiu jamás lo observaría con la misma mirada ambulante con la que Jin Ling lo observaba a él, porque sabía que su querido jiujiu no sería el responsable de desvanecer sus orejas y porque el propio Jin Ling tampoco sería el responsable de desvanecer las orejas de su jiujiu.
Jin Ling, sin embargo, sí que podía decir algo con mucha confianza respecto a Jiang Cheng —porque años de escuchar amenazas como una forma de demostrar extraño cariño y preocupación clarificaban la forma en que su jiujiu lidiaba con emociones—, y que es, al igual que él, Jiang Cheng odiaba tener las orejas y la cola. Con una intensidad eléctrica que viajaba por el aire azotando a Jin Ling cada vez que tenía la oportunidad de verle. Jin Ling sabía cómo se escuchaban los murmullos en contra de uno, cómo se escuchaban las burlas entre dientes, cómo se escudaba la hipocresía en indiferencia, y eso es lo que presenciaba en muchos cultivadores —y no cultivadores— cuando ellos observaban a su jiujiu. Un líder poderoso, pero que no se había casado, que seguía siendo virgen y que, al parecer, no podía conseguir ni siquiera una amante. «Patético» era la palabra más común para describir a esos ejemplares.
Mentiría si no admitiera para sus adentros que no quería golpear a aquellos que se atrevían a pensar eso de su jiujiu o a verlo como si se tratara de bufón en espectáculo. No lo había hecho —y no lo haría, tal vez— por miedo a las represalias que el propio Jiang Cheng pudiera darle o meterse en problemas políticos con otras sectas que no sería capaz de solventar de manera eficiente.
No los golpeaba, pero al menos podía hacerlos tropezar. Ponerles el pie como una rápida reacción del subconsciente, actuar distraído; un pequeño error, un tonto accidente.
Su jiujiu jamás perdería la virginidad con él, pero al menos podía intentar crear «tontos accidentes» también. Solo quería estar cerca de Jiang Cheng, podía conformarse con ello.
Estaba de visita en el Muelle del Loto. Las visitas ya no eran tan esporádicas como hubiera deseado, pero se daba el tiempo para ello de sus propios quehaceres muy aparte de atender a los banquetes. Debía de darse el tiempo.
Jin Ling no tenía, en realidad, ningún plan para hacer que «tontos accidentes» pasaran estando allí. Tener un plan implicaba la posibilidad de fallo y la necesidad de alternativas, pero también desvirtuaba el término «accidente» en todos los sentidos. No tenía un plan, pero sí tenía el conocimiento suficiente para acercarse todo lo que pudiera cuando quisiera, y ese conocimiento era el horario de su jiujiu. Un líder de secta no podía trabajar sin un horario más o menos organizado todos los días —Jin Ling se dio cuenta de ello un poco tarde—, así que sabía cuándo y dónde podía encontrarse con Jiang Cheng, aunque no se acercara al menos podía deleitarse un poco observándolo mientras reprimía la horrible sensación en su estómago de tener algo tan cerca pero a la vez tan lejos.
Mientras se encontraba en el Lago del Loto, lo vio pasar junto con otros miembros. Sus ojos se mantuvieron en la ondulación de la túnica morada que fluía en el aire con cada paso que daba su jiujiu, al igual que la cinta que le sujetaba el cabello. Jin Ling, muchas veces, también añoraba ver la hermosa cabellera de Jiang Cheng ser libre y poder tomar un mechón, enredar sus dedos en él y besarlo para sentir su suavidad. Lo observó sin descaro alguno, sin ocultarse, en su mente un mantra rogando para que Jiang Cheng lo notase. Funcionó. A pesar de la distancia, notó la sacudida tanto en los ojos como en aquellas orejas negras y puntiagudas. En un parpadeo los ojos de Jiang Cheng conectaron con los suyos. Sonrió, sí, a modo de saludo, pero también para sí mismo.
Lo único que no fue capaz de descifrar por la lejanía fue si el retenido movimiento en los labios de su jiujiu fue una mueca o una sonrisa.
Cuando su jiujiu, pocas horas después, al cruzarse con él de nuevo, le dijo que quería hablar de algo en su recámara antes del anochecer, Jin Ling no pudo haber predicho que terminaría llorando.
En algún momento la conversación dio un giro que le causó náuseas al momento que escuchó las palabras «deberíamos conseguirte una pareja» como si de veneno se tratasen. Miró a Jiang Cheng con la esperanza de que de pronto se hubiera convertido en un pésimo bromista, pero lo que se encontró fue una mirada seria y expectante. Esperaba que Jin Ling estuviera de acuerdo con eso, con casarse, con perder sus orejas, con alguna mujer a la que no conocía y por la cual no tendría sentimiento positivo alguno.
Se mordió la lengua para no decir nada, aunque sus orejas estuvieran echadas hacia atrás y su cola no parase de golpear el suelo. Jiang Cheng suspiró con fastidio. Eso fue lo que colmó su tumulto interno. Se puso de pie bruscamente, dándole la espalda a Jiang Cheng, dispuesto a largarse de ahí cuanto antes, volar hasta la Torre si era necesario, para poder llorar en soledad.
No pretendía llorar frente a su jiujiu, se rehusaba a mostrarse tan afectado por algo que claramente no fue considerado como la gran cosa. Colapsó, sin embargo. Colapsó porque encaminándose hacia la salida, Jiang Cheng le gritó, luego escuchó pasos estruendosos que lo siguieron y, por último, una fuerte mano tomándolo por los hombros. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que esas manos estuvieron en la misma posición? Oh, demasiado. Y entonces su jiujiu lo giró con brusquedad para que lo mirase a los ojos, pero Jin Ling fue rápido para agachar su cabeza. Fue muy tonto pensar que eso daría resultados. Jiang Cheng movió una de sus manos a la barbilla de Jin Ling y con fuerza lo obligó a mirarlo.
El cambio de ira a consternación fue instantáneo al ver las pesadas lágrimas que le recorrían las mejillas a Jin Ling.
Si las lágrimas le cegaban los ojos, los sentimientos le cegaban la mente. No quería, jamás, que su jiujiu volviera a pronunciar esas palabras ni a insinuar el tema, el problema además de todo era que sabía que su jiujiu era obstinado y orgulloso. Solo había una manera de dejarle en claro lo que sentía. Solo una.
Se movió hacia delante.
La mano en su barbilla cedió un poco ante la sorpresa.
Besó a Jiang Cheng.
Era un beso amargamente salado, hasta que la fuerza de agarre de la mano en su hombro cambió de propósito; ya no lo mantenía quieto, sino que lo jalaba. Jin Ling gimoteó al darse cuenta de que sus labios no se encontraban estáticos, y tampoco los de su jiujiu. Su jiujiu, Jiang Cheng, lo estaba besando de vuelta. No podía parar de llorar, con su pecho ahora caliente por una sensación de esperanza, de desbordante afecto no expresado hasta ahora.
Era como una coreografía practicada la forma en la que su jiujiu lo condujo hasta caer de espaldas sobre algo que no era frío suelo. Su jiujiu le compartió entonces en una mirada una pregunta que no se atrevía a decir en voz alta, y eso estaba bien. Estaba bien, porque ambos sabían que todo aquello estaba mal, pero era demasiado tarde para arrepentirse de algo ya habían decidido desde sus propios términos.
Jin Ling uso las lágrimas para remojarse los labios e imploró:
—Por favor, jiujiu…
Había algo satisfactorio en saberse el responsable del cómo alguien cedía su fachada, su compostura; y había un profundo placer en observar —y sentir— la rudeza de los movimientos de su jiujiu. Las capas de telas amarillas y moradas se movían, se arrugaban y se deslizaban por el torso, por las caderas, por las piernas, hasta que revelaban poco a poco la piel desnuda caliente contra el frío de la recámara. Jin Ling se estremeció bajo su jiujiu, todo su cuerpo se sacudía en anticipación como si Zǐdiàn lo hubiera electrocutado. Los dedos que lo preparaban bruscamente se retrajeron sin que lograra notarlo hasta que la diferencia en lo que rozaba su entrada era descomunal. Su corazón se aceleró, su respiración se detuvo, su cerebro le gritaba una creciente necesidad próxima.
Jin Ling flexionó sus piernas, Jiang Cheng empujó su falo hacia dentro, penetrando profundamente a Jin Ling, quemando la tensión expectante de sus músculos. Movió su cabeza hacia atrás, importándole poco si se pegaba con algo, y gimió. Estaba muy seguro de que el leve sonido, distinto al de la fricción de piel, eran los jadeos de su jiujiu. También lo notaba temblar. Jadeos y temblores ajenos contagiosos, réplicas de placer de las cuales Jin Ling se sentía orgulloso.
Entonces una sensación le recorre todo el cuerpo, como si se tratara de un aura que de pronto se manifestó alrededor de ellos; los dedos de su jiujiu apretaron el agarre en su piel, su cintura se tensó mientras seguía moviéndose hacia delante e incluso podía imaginar la flexión en curva de los dedos de sus pies. Jin Ling supo de inmediato lo que eso significaba para ambos y gimió de nuevo a modo de incentivo.
El líquido caliente lo llenó desde dentro, con espasmos cortos pero constantes, mientras que su propio falo se sacudía, corriéndose encima de sus sensibles abdominales.
Su jiujiu intentaba encontrar aliento, respirando profundo. Era un milagro que no hubiera colapsado encima suyo, lo que hacía pensar a Jin Ling que estaba usando su cultivación para engañar a su cuerpo en que no estaba cansado del todo. No podía estar seguro de ello, de todos modos, porque su visión se difuminaba en los bordes y los párpados le pesaban. La habitación le parecía más oscura que antes. Apenas podía encontrarle sentido al movimiento de su jiujiu, al cómo desapareció el peso encima suyo y a la ligera caricia en su cabeza que le sacudió —todavía más— el cabello.
Lo más probable era que las orejas y la cola siguieran allí, estremeciéndose como todo su cuerpo por el placer de un post-orgasmo. Quizá no desaparecerían hasta que hubiera amanecido, pero ya era capaz de sentir cómo su cabeza se volvía más y más ligera a cada segundo que su cuerpo cedía a dormir.